El análisis económico del cambio climático y los estándares de protección de derechos reconocidos por tribunales internacionales
- Alan David Vargas y Nicolas Bernardo Navas
- 26 sept
- 5 Min. de lectura
El cambio climático no puede ser comprendido como un asunto “meramente ambiental” sino una política pública compleja de escala internacional, con efectos macroeconómicos directos: choques de oferta en sectores productivos, mayor gasto en salud y gestión del riesgo y presiones sobre la sostenibilidad fiscal.
Con frecuencia, desde la Corporación se plantea y se problematiza alrededor de los derechos en riesgo o afectados por este nuevo contexto, no obstante, es necesario ir articulando esta línea de reflexión con la dimensión económica del fenómeno climático global, la cual condiciona las desigualdades estructurales y podría perpetuar “las trampas de desarrollo” al anclar estrategias en actividades intensivas en emisiones mediante creyendo en su provisionalidad temporal.
Por ello, el debate sobre la acción climática debe incorporar en los procesos de comprensión y crítica los alcances de las herramientas económicas (impuestos al carbono, subsidios verdes, pagos por servicios ecosistémicos, mercados de emisiones y reforma de subsidios energéticos) para poder analizar los efectos y la coordinación de acciones relacionadas con los incentivos privados con metas públicas de mitigación y adaptación, los resultados de la integración y valoración de costos y beneficios reales y externalidades.
En términos de formulación de política, esta integración de visiones resulta necesaria para armonizar los estándares de diligencia y transparencia que, desde 2025, han fijado la Corte Internacional de Justicia (CIJ) y la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), con la incorporación de herramientas económicas al análisis jurídico. Solo así es posible alinear la acción climática con dichos estándares, permitiendo que las políticas públicas articulen de manera coherente los compromisos internacionales con las necesidades de desarrollo nacional.
2025: estándares jurídicos que “obligan” las gestiones económicas
La CIJ ha sostenido que los tratados climáticos —CMNUCC, Protocolo de Kioto y Acuerdo de París— imponen obligaciones jurídicas: actuar con debida diligencia conforme al principio de responsabilidades comunes pero diferenciadas y capacidades respectivas; preparar, comunicar y mantener NDC sucesivas y crecientes; y asegurar que, en conjunto, esas contribuciones sean compatibles con el límite de 1,5 °C. En consecuencia, la “ambición” no es voluntaria o facultativa sino exigible: los regímenes de transparencia y contabilidad limitan la discrecionalidad y fortalecen una debida diligencia progresiva y basada en ciencia.
De manera anterior y paralela al desarrollo reciente sobre los criterios de acción climática, es relevante recordar que la Corte IDH ha consolidado el derecho a un ambiente limpio, saludable y sostenible, ha precisado la protección de la Naturaleza como sujeto de derechos y ha afirmado —como principio— una obligación reforzada de no causar daños irreversibles al clima y al ambiente, desarrollando deberes de mitigación y adaptación y elevando el estándar de diligencia en la “emergencia climática”.
La Opinión Consultiva-32/25 refuerza este andamiaje exigiendo producción oficiosa y divulgación de información climática, medidas contra la desinformación y decisiones basadas en la mejor ciencia disponible con participación significativa, pautas que deben orientar presupuestos climáticos, políticas sectoriales y marcos de inversión pública y privada. En conjunto, este marco cierra la brecha entre discrecionalidad y obligación, operacionaliza la ambición climática y fija rutas claras de transparencia, participación y rendición de cuentas.
Además, la Corte IDH ha subrayado la importancia de coordinar regulaciones y políticas económicas con estándares jurídicos internacionales para que la deuda climática no profundice vulnerabilidades fiscales, especialmente en América Latina. En este marco, la acción climática requiere integrar instrumentos de financiamiento y ramas del derecho internacional, con el fin de garantizar coherencia entre metas de mitigación, adaptación y estabilidad económica.
Al respecto, no es exagerado plantear que las herramientas económicas adquieren un carácter jurídico más estricto desde 2025: se exige la elaboración de presupuestos climáticos consistentes con la meta de 1,5 °C, la incorporación de reglas fiscales verdes y taxonomías que limiten gasto regresivo en carbono, y la obligación de realizar evaluaciones de impacto ambiental y económico sobre políticas fiscales e inversiones. También se plantea integrar cuentas ambientales en el ciclo fiscal, medir la huella de carbono en exportaciones estratégicas, diseñar bonos y deuda verde con indicadores de desempeño verificables, y prever seguros y reservas para la gestión de pérdidas y daños climáticos.
Las propuestas operativas apuntan a vincular de manera obligatoria la congruencia entre NDCs, presupuestos y estándares de debida diligencia fijados por la CIJ. Incluyen la exigencia de Estudios de Impacto Ambiental climáticas en toda inversión pública relevante, un sistema nacional de datos climáticos abierto y verificable, y una taxonomía de inversión con enfoque de derechos humanos. Asimismo, destacan un pacto comercial de descarbonización, cláusulas de transparencia en deuda verde, protocolos para gestionar responsabilidad climática, un presupuesto de transición justa con participación comunitaria, y la cláusula de “Naturaleza-sujeto” que impide inversiones con riesgo de daño irreversible a ecosistemas estratégicos.
En este marco, resulta clave consolidar una autoridad técnica-jurídica —como la unidad interministerial prevista en la CIJ y la OC-32— encargada de verificar la congruencia entre economía y obligaciones internacionales (NDCs, evaluaciones de impacto, transparencia y participación) mediante dictámenes vinculantes. Esta labor debe complementarse con cuadros de mando públicos trimestrales que reporten metas de mitigación y adaptación, ejecución presupuestal, desempeño de instrumentos económicos (impuestos, subsidios, pagos por servicios ecosistémicos y mercados de emisiones) y alertas de riesgo jurídico en materia de responsabilidad y reparación.
Por otra parte, los criterios introducidos en los sistemas jurídicos impiden reducir la política climática a un ejercicio contable: la Naturaleza reconocida como sujeto de derechos, el derecho humano a un clima sano, la prohibición de daños irreversibles y los estándares procedimentales de información, participación y justicia constituyen límites y guías para el diseño económico. De este modo, la economía climática debe internalizar estos principios, prevenir impactos distributivos regresivos y asegurar justicia intergeneracional.
En relación con el contexto colombiano, estas innovaciones del razonamiento jurídico internacional se encuentran en plena sintonía con las razones de fondo de la Sentencia C-280 de 2024. Mientras la CIJ y la Corte IDH han fijado estándares internacionales que convierten la acción climática en un deber jurídico —con obligaciones de debida diligencia progresiva, prohibición de daños irreversibles, producción activa de información y coherencia entre políticas económicas y metas climáticas—, la Corte Constitucional colombiana traslada estos principios al plano interno al exigir que los riesgos climáticos sean internalizados en la planificación de inversiones de las empresas que solicitan licencias ambientales.
Al obligar a que todo proyecto sujeto a licenciamiento considere explícitamente los impactos asociados al clima, la Corte no solo refuerza la protección constitucional del derecho a un ambiente sano, sino que introduce un estándar económico-jurídico que condiciona la racionalidad de las decisiones públicas y privadas. De este modo, ningún plan de inversión puede asumirse como neutro si genera pasivos climáticos que comprometen la sostenibilidad fiscal, los derechos colectivos y la estabilidad de largo plazo.
La C-280 articula así el derecho ambiental con la economía pública: obliga a contabilizar anticipadamente los costos del cambio climático en el diseño de proyectos, planes de manejo y marcos de gasto. Con ello, desplaza la práctica de trasladar esos costos al futuro y establece que la política económica ya no puede limitarse a criterios de rentabilidad inmediata, sino que debe integrar escenarios de prevención, mitigación y adaptación, en coherencia con los compromisos internacionales y con los estándares de debida diligencia reforzada trazados por la CIJ y la Corte IDH.
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